Naranja

Naranjas. Qué poco interés me suscitaban en un principio pero cómo me han podido llegar a gustar. Ese árbol que siempre estaba ahí al que no prestaba mucha atención. Un día algo hizo que me acercase y cogiese uno de sus frutos. A primera vista ni su forma ni su color me llamaban, pero de nuevo algo me decía que tenía que probarlo. Y digamos que la primera vez no es que me gustase mucho, pero fui comiendo una cada día. Durante meses no hacía más que pensar en naranjas y en cómo me hacía sentir comerlas, y acabó siendo uno de mis alimentos favoritos. No sé cómo se dio ese cambio, cómo pasé de que me gustasen más bien poquito a casi ni poder vivir sin comerme una al día, pero así fue. Y me encantaba que así fuese, pues me aportaban frescura, energía, vitalidad, me hacían sentir bien…

Pero nada podía ser tan bonito. De vez en cuando cogía alguna que estaba mala y que me dejaba mal por dentro, era demasiado amarga. Pero, ¿y qué? ¿Por una naranja mala iba a dejar de comerlas? No podía dejar que algo puntual cambiase por completo mi pasión por ellas. Pero esas naranjas malas cada vez eran más y estaban empezando a estar por todo el árbol. Era muy difícil esquivarlas y por cada buena que comía me llevaba tres que no lo eran. Aun así, yo quería seguir comiéndolas, ¡me gustaban! Hacía lo posible para intentar detectar las que no eran buenas e ir solo a por las que quería, las que no eran malas. Pero eso me suponía mucho esfuerzo y mucho malestar, porque alguna mala siempre me llevaba, y me sentaba como una patada en el estómago.

Un día decidí apartarme del árbol y verlo con perspectiva, desde la lejanía. Quería saber si había algo que yo no estaba viendo, algo que estaba haciendo que hubiese tantas naranjas malas. Me sorprendió ver que el naranjero ya no tenía el mismo color, el color con el que yo lo conocí. Estaba mucho más oscuro, ennegrecido, triste… Y yo no me había dado cuenta. Tuve que apartarme y ponerme bien lejos de él para ver que las naranjas buenas se habían acabado, o que si quedaban algunas, el esfuerzo para conseguirlas era tan grande que no valía la pena, porque todas las demás, que eran malas, me hacían daño. Cuánto tardé en darme cuenta de que ya nada era igual y que hacía tiempo que había estado luchando para que todo siguiesen bien, para que las naranjas que tanto me gustaban estuviesen ahí… pero las cosas cambian, cambian cuando menos te lo esperas, y lo único que puedes hacer es dejarlo pasar, apartarte, pasar página y superarlo.

Lo malo es que nada hará que olvide esas riquísimas naranjas que un día tanto me gustaban, y que siempre que vea, escuche o lea algo sobre ellas me vendrán a la cabeza todos estos recuerdos, tanto las naranjas en sí como el lugar de donde son, e incluso la misma palabra: naranja. Siempre las recordaré porque me dieron momentos muy buenos, momentos tan buenos que siempre pensé que durarían para siempre. Su sabor me dejaba en una nube, pero una a la que jamás volveré, pues igual que los buenos recuerdos acudirán a mi mente cuando me encuentre con ellas, los malos también lo harán, y por desgracia lo harán con una presencia infinitamente mayor que los buenos, cada vez más diminutos.